Susana Giménez, Hebe de Bonafini, putas y vedettes
Durante las últimas semanas, en buena parte de los
medios masivos de comunicación de Argentina, tuvo lugar un interesante debate: pena de muerte, sí o no. Fue interesante no por el debate en sí mismo, que sobrevoló todos los
lugares comunes habituales, sino por el modo en que los actores sociales se colocaron en el tablero. Luego, por el modo en que intentó mantenerse el debate en ese nivel en vez de observarlo como parte de una discusión mucho mayor: aquello que suele llamarse “inseguridad”. Todo comenzó ―simbólicamente― cuando la actriz y conductora de
televisión Susana Giménez fue interceptada por un grupo de
periodistas a la salida de su casa o de algún otro lugar. La noticia era que su florista y amigo había sido asesinado. La conductora, visiblemente enojada y desencajada, estalló. Dijo que ya no se puede vivir así, que los chorros te
matan por nada, que al que mata hay que matarlo, que los
derechos humanos son también de las víctimas y no sólo de los victimarios. No dijo nada que no se escuche todos los días, en todos lados, pero en ese momento pareció que nada más terrible hubiese sido dicho nunca. Le respondieron músicos, políticos, celebridades, universitarios, periodistas,
maricas profesionales y gente biempensante. Algunos dijeron que tenía razón y otros dijeron que no. Pero lo más interesante fue observar cómo se sacudió el palomar intelectual: no sólo señalaron que Susana Giménez estaba atentando contra los
valores democráticos y republicanos en los que se funda este país, sino que además su irrupción en el
espacio público para hablar de un tema como éste representaba otra afrenta contra la dignidad de los ciudadanos. Tal como lo
expresó esa suerte de epítome del fascismo latinoamericano que es Hebe de Bonafini, titular de Madres de Plaza de Mayo, Susana Giménez ni siquiera es una vedette; es una puta que
bailó y se acostó con represores. ¿Y por qué alguien debería escuchar lo que tiene para decir una puta como Susana Giménez? Susana Giménez no tiene que hablar de inseguridad, de derechos humanos, de
asuntos públicos. Susana Giménez es una vedette, una puta, tiene que abrirse de gambas, callarse la boca y no meterse en lo que no le incumbe. La opinión de Susana Giménez no cuenta porque es una puta. Y las putas no tienen voz ni voto.
Según todas las lecturas de la
historia que
nuestra sociedad ha hecho pasar por ciertas, una vedette y una puta tienen el mismo derecho a expresar sus convicciones que cualquier otro ciudadano. Uno puede impugnar la opinión o la acción de otra persona (por ejemplo, porque piensa que esa persona está equivocada), pero lo que no puede hacer es impugnarlas porque la otra persona es una puta (o porque uno piensa que la otra persona es una puta, signifique lo que signifique “puta” en este contexto). Uno puede decirle a otra persona que esta equivocada por tal y cual motivo, pero no que está equivocada porque es una puta. Obviemos que el fascismo latinoamericano ha generado sus propios discursos de legitimación que permiten que Bonafini pueda acusar de puta a otra persona y que ningún
organismo contra la discriminación ponga el grito en el cielo. Obviémoslo porque, antes de que Bonafini abriera esa bocota llena de bilis que tiene, ya se habían oído argumentos similares sólo que con mejores formas: no decían que Susana Giménez no puede hablar por ser una puta, sino por ser Susana Giménez. Lo que hizo Bonafini fue igualar las apuestas e ir un paso más allá. Susana Giménez no podía hablar de inseguridad, derechos humanos, justicia, por algo que nadie se atrevía a explicitar (por ser conductora de televisión, por ser tonta, frívola, millonaria, etc.), y que Bonafini no debió explicitar: sólo lo reconoció, y luego lo duplicó. No puede hablar por vedette. Por puta. Porque ni siquiera las
tetas son suyas.
Playboy. Su, en sus cuarentas, posando para Playboy en 1985.Y claro, si sale en bolas en Playboy seguro que es una puta y las tetas no son suyas.Una vez presencié cómo en un barrio muy humilde un grupo de vecinos prendía fuego la casa de un tipo que había violado a una nena. Lo habían pescado in fraganti y la
policía lo había rescatado semimuerto, magullado, salvado por un pelo de ser linchado. Como la policía se llevó al tipo, le quemaron la casa. ―Si queman la casa van a quemar las pruebas ―dije, según lo que pareció sentido común básico tras muchas noches perdidas frente a
CSI. ―Si no quemamos la casa ―me respondió uno de los vecinos―, el tipo está de vuelta la semana que viene, y con él todos sus parientes. Al final le quemaron la casa y el tipo, cuando salió a la semana siguiente, debió buscarse otro barrio donde encontrar nenas para violar. La
corrección política contemporánea ha generado un discurso en el cual, si yo expreso algo como “el tipo debió buscarse otro barrio donde encontrar nenas para violar”, estoy condicionando la libertad y los derechos de esa persona por presuponer (prejuzgar) que volverá a las andadas en cuanto tenga la posibilidad de hacerlo. De eso hablaba Susana Giménez, cuando decía que habría que respetar también los derechos humanos de las víctimas y no sólo de los victimarios. Y hay que ser demasiado hipócrita, demasiado insolente, para no reconocer esto como un hecho empírico que excede cualquier conceptualización posterior. Las personas tienen derechos, comenzando por el derecho a la vida, y cuando a una persona le han quitado ese derecho de manera absurda y gratuita, uno puede enojarse, rabiarse, golpear paredes y, ¿por qué no?, desear que al que mató absurda y gratuitamente le peguen tres balazos en un descampado. Hay cosas que se supone que no deben decirse en voz alta si uno ocupa determinada posición en la vitrina de la industria cultural contemporánea, pero en lo personal desconfío de cualquiera que impugne a una Susana Giménez desencajada, impotente, gritando que al que mata hay que matarlo. Susana Giménez estaba clamando por algo mucho más básico que justicia: clamaba venganza. Y está bien. Cualquiera que, en su posición, no lo haga, es porque ha sido consumido por el concepto, la abstracción, la ideología. La venganza no es ninguna anomalía cultural. El
registro etnográfico está lleno de ejemplos de sociedades (pretéritas y presentes) que han institucionalizado la venganza como parte de su sistema ético y judicial. Estoy convencido de que no es aconsejable ni posible aplicarlo a las sociedades capitalistas del siglo XXI, pero las personas tienen derecho a sentirse impotentes, encolerizadas, a querer matar a aquel que mató a un ser querido. Es completamente comprensible. Los niveles suelen confundirse: que la institucionalización de la pena de muerte atente contra los valores en que se funda esta sociedad no quiere decir que mucha gente no se merezca que le peguen tres balazos en un descampado. No porque vayan a bajar los índices de inseguridad o porque las calles vayan a ser lugares más seguros, sino porque es lo correcto. Lo correcto es que el que mata, muera. Lo correcto es que al que viole, le corten la poronga. Lo correcto es que el que tortura, sea torturado. Pero nuestra sociedad se sostiene en valores morales y legales que afirman que matar (mutilar, torturar) a otra persona atenta contra la sociedad misma, contra lo que la sociedad debería ser en el mejor de los mundos. El debate que Susana Giménez disparó tiende a flotar entre estos dos niveles: entre lo que es correcto y lo que es aceptable. Que lo aceptable prevalezca sobre lo correcto debería hacernos sentir satisfechos por el tipo de sociedad en que vivimos; pues, cuando lo correcto y lo aceptable coinciden, cuando son una misma cosa, estamos ante el tipo de sociedad que Bonafini entiende y festeja: las dictaduras. Más que impugnar o descalificar a quien ilumina esta tensión, deberíamos ser capaces de revaluar qué es lo correcto, qué es lo aceptable, y cuáles son sus límites.